jueves, 18 de enero de 2018

Caramelos de Menta


Los caramelos de menta eran una cosa seria, polémicos en su elaboración, adictivos hasta matarte de risa. Ella, nunca estuvo de acuerdo con los caramelos de menta, pues en el lugar del que venía, los caramelos de menta se traficaban. Se traficaban a costa de gente que la pasaba muy mal, a quienes obligaban a permanecer horas de pie, batiendo el azúcar y mezclandola con la menta, mientras les gritaban y los forzaban a estar lejos de sus seres queridos. Para él, los caramelos de menta, eran cosa del día a día. Los consumía en la calle, cuando se iba de botellón con los amigos, en el parque, en el local con los colegas.

Desde el día en que se conocieron, supieron que una de las pocas cosas en las que no coincidían era en los caramelos de menta. Pasaban las tardes juntos, de la mano, abrazándose bajo los atardeceres de una primavera que estaba por terminar y de un verano que estaba deseando el solsticio para comenzar. Pero nunca, en sus andanzas, había caramelos de menta. Él ni siquiera se atrevía a llevarlos a las citas clandestinas con ella, ni mucho menos a comerlos antes de salir para encontrarse en la esquina del 35; pues sabia el enojo que le producía a ella notar el olor a menta intensa impregnada en su piel, notar el sabor en sus besos.

Vivieron un amor de puta madre, de esos que no son capaces de terminar de describir las novelas de los grandes escritores de la historia, esos que ni las películas pueden calcar a la perfección. Un amor libre, desinteresado, que abrazaba el desequilibro y las diferencias; un amor que no juzgaba, un amor que entendía que cada uno debía ser en un lugar y que ese quererse sin amarrar, era sin duda lo más valioso que habían logrado construir.

Fue la historia más hermosa jamás contada, porque nunca alcanzarán las charlas con cervezas, ni los poemas de los poetas, ni las canciones de los cantautores para comprenderla. Pero un día tuvieron que separarse. Se acabaron las caminatas por el parque y los abrazos bajo la luna escuchando un saxofón llorando al lado del palacio. Se acabaron los planes de viajar a Japón, se acabaron los besos bajo las sombras de los árboles. Se acabaron las caricias prohibidas en las salas de cine y los labios buscándose entre cerveza y cerveza. Pero ese amor puro, esa esencia no desapareció de los corazones de él ni de ella.

Y así paso la vida y pasaron los años. Ella, inquieta, cambio innumerables veces su rumbo, hasta que encontró un lugar para echar raíces, porque su naturaleza, su esencia siempre fue esa. Él en cambio permaneció fiel al barrio, a las mismas calles, porque su corazón no podía ser en otro lugar. Se amaron y se entendieron así, sin nudos, sin echarse de menos, sin cadenas. Se amaron entregados, generosos, abiertos. Se amaron en esencia.

Cuatro vueltas al sol después, de aquel día que se despidieron; una tarde de invierno, Madrid volvió a cruzarlos. Horas antes de salir al encuentro, ella pensó en decirle que llevara unos caramelos de menta para comer juntos, pero dio por sentado que él llevaría. Unas horas antes de salir, él pensó que aunque fuera al centro por poco tiempo a encontrarse con ella, llevaría unos caramelos de menta, porque a lo mejor con el tiempo, había cosas que habían cambiado y quizás a ella ahora le gustaban.

Después de un rato entre risas y cervezas, llego a la mesa servido en bandeja, el tema de los caramelos de menta. Ella le expuso sus nuevos motivos, impulsados por sus viajes y su nuevo hogar, tal como años atrás lo había hecho con argumentos contrarios. Sin más decir sobre el asunto, caminaron recorriendo los mismos lugares que tiempo atrás habían vivido juntos, esos lugares en los que amaron la vida, esos lugares en los que se permitieron amar en esencia.

Mientras contemplaban desde su plaza, desde su rincón, el atardecer de aquella ciudad que una vez más los acobijaba, él saco de su bolsillo unos caramelos de menta. Empezó a comer sin decir ni una sola palabra, con los ojos perdidos en el horizonte. Cuando ella se dio cuenta, lo único que atino a decir fue “compartir con alegría”, mientras lo miraba sonriente.

Quien lo iba a imaginar... Esa tarde descubrieron que su esencia seguía siendo la misma, que hay cosas que cambian con el tiempo, pero hay otras tantas que siempre serán iguales.Comprendieron, que su amor era tan fuerte, que no hacían falta las palabras, para entenderse, para saberse, para leer lo que el otro estaba pensando, para entender cuanto el otro había cambiado. Descubrieron, que el amor que se tenían era un amor que perduraría siempre y que su historia seria la historia de amor más bonita, jamás contada.

Y así fue como la vida, paradójica los encontró a él y a ella, años después, en el mismo lugar de siempre, el mismo parque, bajo un atardecer de invierno, compartiendo caramelos de menta.

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