lunes, 24 de febrero de 2014

Con la rabia y la indignación llegaron los gritos, las ofensas y los esfuerzos inútiles por devolver el tiempo. De ahí finalmente la caída, que debía haber llegado tanto tiempo atrás, esa que marcaría el final de un comienzo, dejar de herirse. Impulso propio del ser humano enamorado, cobarde y ausente a ratos. Jugando sobre la cuerda floja y tanteando el terreno blando bajo sus pies desnudos, simplemente para no sufrir en la caída. El temor a las despedidas que preceden los encuentros, el temor a la ilusión y a la esperanza, el miedo a lo desconocido, lo utópico y lo efímero, todo eso que se esfuma mientras caminamos. La lejanía de las ideas, los recuerdos en el olvido y la boca con sabor a melancolía de esquinas, y la cerveza, el césped, y los días que no volverán. Lo que dijimos, lo que callamos, lo que hicimos y lo que dejamos de hacer. Nuestro dolor que es solo nuestro, mis heridas que son solo mías, y las cicatrices que quedan por siempre para que recordemos el paso del tiempo, las caídas en el camino, las piedras que nos hicieron tropezar. Y las sonrisas como fotografías de los días en que fuimos felices. Y las lagrimas derramadas, mezcladas con vino, con ese sabor amargo del recuerdo de la soledad y la desesperación por salir de aquel lugar. La casa de siempre, el barrio, el parque, el cielo azul, los autos, los arboles, los vecinos. Leer el libro del mundo, sentado en una banquita de la plaza y ver pasar la vida, y sentir el paso del tiempo, y contemplar.

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